Acercarnos a nuestro pasado para proyectar nuestro futuro en el marco de la conmemoración del centenario de la Revolución es un buen momento para reflexionar sobre el pensamiento político que sentó las bases de un México moderno, y es buen motivo para responder a una democracia efectiva que se traduzca en la voluntad ciudadana de lograr la justicia social mediante leyes y programas que contribuyan no sólo al fortalecimiento de este sistema de gobierno y a la vigencia del Estado de Derecho, sino al avance en el bienestar de todos los grupos sociales del país.
De este modo, siendo partidario del criterio historicista de que el pasado es prologó de nuestro acontecer, podemos comprender que México es una nación en movimiento, que se ha transformado día a día y que se construye como resultado de la evolución del pensamiento de hombres y mujeres que creyeron y apostaron a los principios republicanos de la no reelección, de la división de poderes y de la descentralización del poder público en aras de buscar mejores respuestas a problemas locales a partir del respeto al voto y la libertad de expresión. Así, largo fue el camino para llegar al punto de quiebre del respeto a los valores democráticos, y más aún, amplio fue el acervo ideológico que se fue forjando en los albores del siglo XX, camino que se gestó luego de una lucha armada para transformar un modelo que en su momento se agotó por el despotismo derivado de una dictadura y que permitió a la sociedad salir de la oscuridad de los recintos de las logias para conformar clubs que gestaron luego partidos políticos, mismos que enarbolaron las aspiraciones y anhelos de un pueblo por participar en las cosas de gobierno a partir del respeto a su voluntad expresada en el voto popular.
Después de diez años de conflictos, y una vez restaurado el orden constitucional, inicia un periodo de reingeniería para articular los grupos emergentes de caudillos. Pronto los partidos políticos de la época comenzaron abrirse camino en su ambición por abanderar demandas de la población, los cuales se caracterizaron por asumir en sus programas electorales formas más amplias y flexibles de la lucha social, con el propósito de satisfacer al mayor número de exigencias y ofertar soluciones coyunturales a los más diversos grupos sociales de la época, de esta forma la sociedad civil comienza a organizarse en movimientos bajo reglas electorales ambiguas, pues es hasta 1918 cuando surge la primera ley electoral de la revolución, transformándose en instancias políticas fundadas en ideales de instaurar un mejor gobierno, añeja y legítima aspiración ciudadana.
Para llegar a este punto tres hechos históricos fueron determinantes: el primero de ellos lo constituye la entrevista Díaz – Creelman, la cual es el parteaguas para la conformación de los primeros esbozos de democracia; en segundo lugar, la publicación del providencial libro de Francisco I. Madero bajo el título de “La Sucesión Presidencial” y finalmente, la renuncia del controvertido y a la vez reverenciado Porfirio Díaz en mayo de 1910. En este entendido, acertadamente plantea Octavio Paz que la Revolución se presenta al principio como una exigencia de verdad y limpieza de los métodos democráticos, en donde surge una nueva generación de jóvenes, deseosa de un cambio. La inconformidad de este y otros sectores como el campesino y el obrero, expresan cada vez más su inconformidad al régimen y su ansia legitima de democratizar el país como pauta de progreso que comienza atizar el modelo político y jurídico que se estableciera en la Carta Constituyente de 1917. Lamentablemente, no fue posible consolidar un verdadero régimen legislativo de partidos, ya que la tribuna legislativa no contribuyo por largos años al debate cívico del país, y mucho menos a favorecer la consolidación de una democracia, ya que la generosidad que se extendió a las diversas fuerzas políticas en un inicio emanadas del caudillismo no alcanzaron la madurez deseada, empelando sus posiciones sistemáticamente para envenenar más el ambiente político nacional.
Al conmemorar cien años de la Revolución, en un balance histórico podemos destacar que a decir de Ortega y Gasset un movimiento social de este tipo, es “una tentativa por someter la realidad a un proyecto racional”, y la mexicana no fue la excepción, en virtud de que fue capaz de levantar un programa de democracia y justicia social. Este proceso explica que la Constitución de 1917 fuera la expresión mayoritaria por concebir un orden jurídico – político que sentó las bases de un Ejecutivo de la Unión decisivo y eficaz, a fin de concebir un nuevo equilibrio institucional al Estado Mexicano luego de una lucha armada. Sin embargo, el Poder Legislativo fuerte que enfrentó a Madero y aquel que protagonizó los debates del constituyente del ´17, fue paulatinamente eclipsando a un sistema homogéneo en términos de origen partidista, lo que trajo como resultado una representación política articulada por un solo y amplio partido político que unificó la dispersión post-revolucionaria e hizo gobernable al país por largos 70 años.
Debemos sintetizar que la revolución significó un hondo anhelo de justicia, justicia en todos los órdenes de la vida nacional; desde el que estrictamente se contrae a los ciudadanos y protección de los bienes, hasta aquél trascendental y superior representando por la protección a las libertades y a la inviolabilidad de los principios inmanentes establecidos en una Constitución. No obstante ello, podemos reflexionar también que, a cien años de iniciada la gesta revolucionara, ésta no cumplió su cometido, la pobreza lacerante permanece en muchos rincones del país, la injusticia sigue siendo el común denominador de los gobiernos locales, al tiempo que los anhelos de progreso han sido abandonados por políticas públicas de facciones, en vez de la articulación de políticas integrales, sostenidas y permanentes. Este es el balance de los sueños sin cumplir, de los anhelos que vidas que se ofrendaron en pro de un mejor país y que hoy los jóvenes estamos obligados a reivindicar desde nuestras trincheras y espacios de expresión.
La experiencia post-revolucionaria nos invita a evitar distensiones violentas por falta de respeto a los valores democráticos, al tiempo de exhortarnos a reflexionar que la visión cortoplasista y coyuntural no es la mejor solución a los problemas de este país, y mucho menos que las ideas políticas sigan siendo palabras destinadas a ocultar y oprimir nuestro verdadero ser, pues es innegable que el pensamiento post-revolucionario abono al desarrollo del país que hoy tenemos, y su experiencia nos enseña que asimilar el pasado como lo hicieron los caudillos revolucionarios implica vivenciar nuestro presente.
De este modo, siendo partidario del criterio historicista de que el pasado es prologó de nuestro acontecer, podemos comprender que México es una nación en movimiento, que se ha transformado día a día y que se construye como resultado de la evolución del pensamiento de hombres y mujeres que creyeron y apostaron a los principios republicanos de la no reelección, de la división de poderes y de la descentralización del poder público en aras de buscar mejores respuestas a problemas locales a partir del respeto al voto y la libertad de expresión. Así, largo fue el camino para llegar al punto de quiebre del respeto a los valores democráticos, y más aún, amplio fue el acervo ideológico que se fue forjando en los albores del siglo XX, camino que se gestó luego de una lucha armada para transformar un modelo que en su momento se agotó por el despotismo derivado de una dictadura y que permitió a la sociedad salir de la oscuridad de los recintos de las logias para conformar clubs que gestaron luego partidos políticos, mismos que enarbolaron las aspiraciones y anhelos de un pueblo por participar en las cosas de gobierno a partir del respeto a su voluntad expresada en el voto popular.
Después de diez años de conflictos, y una vez restaurado el orden constitucional, inicia un periodo de reingeniería para articular los grupos emergentes de caudillos. Pronto los partidos políticos de la época comenzaron abrirse camino en su ambición por abanderar demandas de la población, los cuales se caracterizaron por asumir en sus programas electorales formas más amplias y flexibles de la lucha social, con el propósito de satisfacer al mayor número de exigencias y ofertar soluciones coyunturales a los más diversos grupos sociales de la época, de esta forma la sociedad civil comienza a organizarse en movimientos bajo reglas electorales ambiguas, pues es hasta 1918 cuando surge la primera ley electoral de la revolución, transformándose en instancias políticas fundadas en ideales de instaurar un mejor gobierno, añeja y legítima aspiración ciudadana.
Para llegar a este punto tres hechos históricos fueron determinantes: el primero de ellos lo constituye la entrevista Díaz – Creelman, la cual es el parteaguas para la conformación de los primeros esbozos de democracia; en segundo lugar, la publicación del providencial libro de Francisco I. Madero bajo el título de “La Sucesión Presidencial” y finalmente, la renuncia del controvertido y a la vez reverenciado Porfirio Díaz en mayo de 1910. En este entendido, acertadamente plantea Octavio Paz que la Revolución se presenta al principio como una exigencia de verdad y limpieza de los métodos democráticos, en donde surge una nueva generación de jóvenes, deseosa de un cambio. La inconformidad de este y otros sectores como el campesino y el obrero, expresan cada vez más su inconformidad al régimen y su ansia legitima de democratizar el país como pauta de progreso que comienza atizar el modelo político y jurídico que se estableciera en la Carta Constituyente de 1917. Lamentablemente, no fue posible consolidar un verdadero régimen legislativo de partidos, ya que la tribuna legislativa no contribuyo por largos años al debate cívico del país, y mucho menos a favorecer la consolidación de una democracia, ya que la generosidad que se extendió a las diversas fuerzas políticas en un inicio emanadas del caudillismo no alcanzaron la madurez deseada, empelando sus posiciones sistemáticamente para envenenar más el ambiente político nacional.
Al conmemorar cien años de la Revolución, en un balance histórico podemos destacar que a decir de Ortega y Gasset un movimiento social de este tipo, es “una tentativa por someter la realidad a un proyecto racional”, y la mexicana no fue la excepción, en virtud de que fue capaz de levantar un programa de democracia y justicia social. Este proceso explica que la Constitución de 1917 fuera la expresión mayoritaria por concebir un orden jurídico – político que sentó las bases de un Ejecutivo de la Unión decisivo y eficaz, a fin de concebir un nuevo equilibrio institucional al Estado Mexicano luego de una lucha armada. Sin embargo, el Poder Legislativo fuerte que enfrentó a Madero y aquel que protagonizó los debates del constituyente del ´17, fue paulatinamente eclipsando a un sistema homogéneo en términos de origen partidista, lo que trajo como resultado una representación política articulada por un solo y amplio partido político que unificó la dispersión post-revolucionaria e hizo gobernable al país por largos 70 años.
Debemos sintetizar que la revolución significó un hondo anhelo de justicia, justicia en todos los órdenes de la vida nacional; desde el que estrictamente se contrae a los ciudadanos y protección de los bienes, hasta aquél trascendental y superior representando por la protección a las libertades y a la inviolabilidad de los principios inmanentes establecidos en una Constitución. No obstante ello, podemos reflexionar también que, a cien años de iniciada la gesta revolucionara, ésta no cumplió su cometido, la pobreza lacerante permanece en muchos rincones del país, la injusticia sigue siendo el común denominador de los gobiernos locales, al tiempo que los anhelos de progreso han sido abandonados por políticas públicas de facciones, en vez de la articulación de políticas integrales, sostenidas y permanentes. Este es el balance de los sueños sin cumplir, de los anhelos que vidas que se ofrendaron en pro de un mejor país y que hoy los jóvenes estamos obligados a reivindicar desde nuestras trincheras y espacios de expresión.
La experiencia post-revolucionaria nos invita a evitar distensiones violentas por falta de respeto a los valores democráticos, al tiempo de exhortarnos a reflexionar que la visión cortoplasista y coyuntural no es la mejor solución a los problemas de este país, y mucho menos que las ideas políticas sigan siendo palabras destinadas a ocultar y oprimir nuestro verdadero ser, pues es innegable que el pensamiento post-revolucionario abono al desarrollo del país que hoy tenemos, y su experiencia nos enseña que asimilar el pasado como lo hicieron los caudillos revolucionarios implica vivenciar nuestro presente.
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