Bien menciona Juan José Rodríguez Prats que en México padecemos una enorme confusión que va desde las palabras, confusión que invade a los ciudadanos ante la incertidumbre de una prematura campaña presidencial que se enfoca más en la medianía de intereses mezquinos y en la elocuencia de los nuevos redentores más que en la construcción o deconstrucción de acuerdos que definan proyectos con altura de miras.
Nuevamente como cada seis años los mexicanos somos testigos críticos de la pugna por el poder, de la falta de claridad en las definiciones, de la tendencia recurrente a creer que, la modificación de las leyes, transformara la realidad que vivimos; la deliberación de las ideas y proyectos ideológicos queda de lado ante el debate demagógico de las élites partidistas quienes no han sido capaces – por egoísmo –de definir un rumbo para el país de acuerdo al ritmo que vive su sociedad, una sociedad cansada de la simulación, de la corrupción, de la violencia, de la falta de compromiso y seriedad de sus políticos.
Es esta falta de claridad en las ideas, la que inhibe al país salir adelante. De ahí que sea tan recurrente enarbolar banderas de esperanza y redención en cada campaña aunque los compromisos luego no sean cumplidos.
Ante este contexto se enfrentan aquellos personajes que hoy aspiran por meritos propios o por capitales que enarbolan para conducir un país sumido en la desconfianza, un país abstraído en la medianía de sus dirigentes y lastimado por una violencia que no encuentra fin.
Me pregunto por ello, cuál es la necesidad o necedad de redefinir cada tres y seis años principios, directrices, planes, reglas y políticas de acción gubernamental, cuando no hemos sido capaces de organizarnos como sociedad para exigir más de nuestros gobernantes, cuando permitimos que gobernantes como el “gober precioso” vivan en la impunidad, cuando nuestros gobernantes no pueden entablar un debate de altura sin enfrascarse en la veleidad y la diatriba, cuando nuestros legisladores son tan pesimamente calificados por sus desaciertos e ignorancia que por su talento y pericia en la elaboración de leyes, cuando los partidos son más conocidos por sus torpezas y despilfarros que por sus acuerdos, cuando la contaminación ideológica siega cualquier posibilidad real de cambio, y un sinfín de lacónicas realidades que sería absurdo continuar enlistando.
Ante esta realidad, lo que hace falta en México sin duda alguna es claridad en las ideas y un compromiso honesto de parte de aquellos que dirigen pero también de aquellos que decidimos con nuestro voto, con nuestra participación comunitaria y responsable, que es en concreto el punto medular en donde como ciudadanía hemos fallado, por falta de comunicación, tal vez de educación o quizás por falta de compromiso para exigir, para responder, para levantar voz e incidir como sociedad en el rumbo de nuestra ciudad, de nuestro estado y de nuestra nación.
Esta falta de definición será determinante de cara a una elección que será nuevamente, como ya es costumbre en un país que vive en el subdesarrollo, complicada y competida, de ahí que como sociedad debemos empezar a imaginar el México al que aspiramos vivir, como un ejercicio esperanzador que esboce sueños de redención y narrativas de antología, que irán matizando la tempestad electoral que se avecina.
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