La seguridad es un factor determinante para el bienestar de las
personas. De este modo, la seguridad ciudadana es un tema delicado que se
constriñe en la estabilidad del tejido social, dado que sin paz no puede haber desarrollo
y sin desarrollo no puede haber paz duradera.
La propagación del crimen organizado ha vulnerado a la sociedad y
amenaza continuamente las capacidades institucionales para garantizar el orden
y la tranquilidad social; el impacto que ello genera desconfianza e
incertidumbre ante hechos tan lamentables como los ocurridos en Ayotzinapa y
Tlatlaya, recientemente.
Así, las estadísticas nos indican que cinco de cada diez
latinoamericanos perciben que la seguridad en su país se ha deteriorado: hasta
un 65% han dejado de salir de noche por la inseguridad y 13% reportó haber
sentido la necesidad de cambiar su residencia por temor a ser víctima del
delito (LAPOP-PNUD 2012). Éste y otros barómetros evidencian que en los últimos
25 años el incremento de delitos, ha generado una tendencia a la alza de la
violencia en toda Latinoamérica, recrudeciéndose ésta más en El Salvador y
México. El caso mexicano es aún más paradigmático desde la colusión de cárteles
de la droga con autoridades de los tres niveles de gobierno a partir de la
década de los ochentas.
Hoy, el retraso de reformas a los mecanismos de rendición
de cuentas han logrando nimios avances en materia de seguridad pública
confirmando la putrefacción de las instituciones mexicanas; la falta de
claridad de planes de contingencia con información real del grado de persuasión que los cárteles de la droga tienen
sobre autoridades públicas así como el cambio paulatino [sexenio tras sexenio]
de las estrategias de seguridad nos hablan de una situación fuera de control
que el Estado mexicano ha sido incapaz de atender integralmente desde todas sus
aristas, perdiendo credibilidad hacia dentro pero también hacia el exterior, por
la poca claridad que se ha tenido para generar una política eficaz de seguridad
nacional.
Ante
los exabruptos, las líneas de comunicación gubernamental han tenido que pasar
del olvido y la retorica de las grandes transformaciones, al énfasis,
nuevamente [como fuera tan cuestionado en el sexenio de Felipe Calderón, 2006 –
2012], en la necesidad de superar la delincuencia y la violencia desatada en el
país, constituyendo ello un nuevo punto de inflexión para modificar
urgentemente el enfoque de la estrategia nacional de seguridad.
La
insatisfacción social y la incertidumbre del rumbo de México están – hoy más
que nunca - “a flor de piel” y el reto
de superar pronto la crisis de seguridad es una urgencia y demanda legitima
para garantizar la estabilidad económica pese a la expectativa positiva de
crecimiento que se tienen, la paz como baluarte de orden y tranquilidad social,
la justicia como ideal insatisfecho y la dignidad política alejada del
utilitarismo electoral.
Repensar
el futuro de México es una tarea común, una tarea que no puede soslayarse en la
veleidad de la retórica.
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