Iniciamos 2015 en medio del desasosiego, el año que concluyo trajo
consigo la peor crisis de credibilidad institucional en las últimas décadas, la
legitimidad del gobierno mexicano desmorono por completo al sistema político en
turno. La crispación social también se desbordo ante la escalada de violencia y
la incapacidad del Estado para dar respuestas lucidas, oportunas y auténticas
ante un problema que se oculto durante los primeros meses de la administración
federal. Ayotzinapa es el reflejo de una
clase política timorata y corrupta, la excusa perfecta para levantar la voz de
inconformidad; el derrumbe de la retórica frente al triunfo de la impunidad.
Asimismo, la más abundante
agenda de reformas estructurales que se
vendieran a la opinión pública como el camino de salvación para el país se ve
ahora ensombrecida ante la caída de los precios del petróleo a nivel
internacional y la carencia hasta ahora de un Plan de contingencia que haga frente
a la ola de terror que inhibe el crecimiento y deja familias en la desolación,
fosas por descubrir a cada metro cuadrado del territorio mexicano y la duda
razonable sobre la auténtica recuperación económica que se vea reflejada en el
bolsillo de los mexicanos.
La falta de calculo político, pero sobre todo económico, deja
mucho que desear de la administración de Enrique Peña Nieto. Nada más alejado
de la realidad es el presente mexicano, con autoridades obstinadas en no
cumplir la ley y obstinadas en no asumir sus responsabilidades por errores y
omisiones pero también, despilfarros y conflictos de intereses. 7 alcaldes detenidos en un año por nexos con
el crimen son un indicador de los fallos del sistema.
El llamado Pacto por
México, demostró ser solo un llamarada de buenas intensiones que nunca fue
capaz de discutir con honestidad los graves problemas y desafíos que aquejan al
país y es quizás éste, el principal reto por asumir para la clase política
mexicana en un año en el que se disputan 2mil 51 cargos de elección popular, en
el ámbito federal y en 17 entidades del país. 2015 tiene mucho en juego, no
sólo recuperar la credibilidad del ejercicio del poder con la renovación
de 500 diputados federales, 9
gubernaturas, 639 escaños de representación local y 903 presidencias
municipales con la participación de 81 millones de ciudadanos registrados en el
padrón electoral, tiene el enorme desafío de generar los mecanismos electorales
idóneos para inhibir la cooptación de candidatos por parte de organizaciones
criminales.
La inmoralidad de los
gobernantes no debe ser tolerada, esa fosilización mental del ciudadano en cada
elección debe dar pauta a la deconstrucción del estereotipo del ciudadano –
votante para pasar a un renovado ciudadano – proactivo y participativo,
comprometido con su entorno, con su ciudad, un agente principal que recupere el
sentido de colectividad; un prohombre
que exija de si mismo la oportunidad de ser mejor persona cada día frente a sus
iguales, capaz de generar en sí mismo el referente del ciudadano ideal que el
país requiere ante la ausencia de liderazgos con la suficiente calidad moral.
La critica académica e intelectual ha sido demoledora pero incapaz
de hacer eco en un sociedad genéricamente desigual y sumergida en la idealización
societaria de la narrativa picaresca, aparentemente despreocupada de su entorno
pero temerosa de su porvenir. Por ello, 2015 nos da la oportunidad de dejar de
actuar como víctimas de una clase política que no asume el costo de sus
decisiones, de gobernantes corruptos cuya ambición no tiene límites y de
partidos políticos sin escrúpulos, para convertirnos en demandantes del
cumplimiento irrestricto de la Ley como único camino a la igualdad, como
mecanismo de contrapeso para frenar la lacerante impunidad, como facultad para
exigir de las autoridades un compromiso irrestricto con la honestidad como ruta idónea para garantizar nuestras
libertades, ese es el reto de cara al presente y porvenir en una nación que es
más grande que la ambición de su clase gobernante.
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