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Hablemos de corrupción.


Que tienen en común el ex director del periódico “La Prensa”, envuelto en el escandalo del robo del jersey de Tom Brady; un par de agentes del Ministerio Público Federal postulados para Fiscal Anticorrupción evidenciados por plagiar varios párrafos en los ensayos que justificaban sus candidaturas, quienes luego de ser descubiertos declinaron a sus aspiraciones para convertirse en el primer “Zar Anticorrupción”; un alcalde reelecto en Nayarit, no precisamente por sus habilidades gerenciales o su tino político para administrar y resolver los problemas de sus gobernados sino por su cinismo exabrupto al jactarse que “robó, pero poquito”; una Primera Dama hecha princesa gracias a onerosas dadivas de empresarios contratistas y, finalmente uno, entre muchos otros gobernantes, que dilapidó hasta saciarse el erario público canalizando fondos de contratos públicos hacia una cadena de corporaciones fachada, malversando cerca de 650 millones de dólares, ante la complacencia atónita de las autoridades federales, quienes conocían de los altos niveles de violencia y corrupción imperantes en Veracruz.

Todos, absolutamente todos estos tristemente celebres personajes tienen un común denominador: son vulgares ladrones para quienes el peso de la ley y el respeto al Estado de Derecho no vale nada, para quienes la honestidad es sólo un valor en desuso, propio del corolario del Manual de Carreño.

Sí, es cierto que “si los hombres fueran ángeles, el gobierno no sería necesario” tal y como lo afirmara hace más de un siglo James Madison, pero lo que para unos es motivo de risas y complacencia, es resultado de una grave crisis de valores, éste es el dilema fundamental que explica el fracaso de nuestra sociedad, fracaso propiciado en gran medida por el egoísmo de los gobernantes.

De este modo, aquellos deberes morales u obligaciones para con la sociedad y para con nosotros mismos son en realidad la causa de múltiples de nuestros males. El incremento de la delincuencia y su consecuencia más aciaga, la violencia y, el abuso de autoridad que ha dado pauta al dispendio de los recursos públicos y la malversación de éstos para ahondar más la desigualdad, el desempleo y el infortunio de la pobreza, son por citar, algunas de las consecuencias de la corrupción originada por la ausencia de honestidad.

Ya Aristóteles en “La Gran Moral”, capítulo XI, sostenía que: verdaderamente honesto es aquel que no se deja corromper por la riqueza y el poder, este es el afiche de la buena gobernanza en nuestros tiempos, la misma que se  ve eclipsada frente a fallas estructurales e institucionales como resultado de yerros que parecen insuperables ante la otredad de la deshonestidad cotidiana.

Según Transparencia Internacional, México registra cerca de 200 millones de actos de corrupción anuales, los cuales nos cuestan más de 20.000 millones de dólares al año, lo que ilustra la complejidad de un problema que ha sido detonante de episodios funestos como la matanza de estudiantes en Ayotzinapa.
Cierto o no, también esta crisis es un asunto de género, si estimamos la “prueba de ADN moral” del gurú corporativo Roger Staeare, quien ha demostrado una tendencia mundial, que lamentablemente no aplica para México, se aprecia que las mujeres son más honestas que los hombres y que cuando toman decisiones suelen tener especialmente en cuenta el cómo afectan estás a los demás, apuntando así a una visión corporativa sostenible.

Por lo tanto, frente a estos desafíos qué necesita México para cambiar. Por principio de cuentas aceptar que estamos hundidos en una crisis de valores para posteriormente sugerir cambios disruptivos más allá de enmiendas normativas ausentes de voluntad política para consolidar instituciones sólidas, transparentes y eficaces para transformar actitudes y acabar con la impunidad. Se necesita también, reforzar valores a partir del esfuerzo conjunto de la sociedad civil, el sector empresarial y el gobierno para desarticular las prácticas de corrupción cotidiana, fomentando la integridad y recuperando la credibilidad en todos los sectores público y privado. Finalmente, se necesita sembrar desde el hogar y en los primeros años escolares y los subsecuentes años de formación humana y profesional, los valores del respeto y la honestidad como piedras angulares de nuestra sociedad.

Los retos son mayúsculos, pero la voluntad de cientos de mexicanos son la antesala de una acertada acción colectiva para transfigurar un presente plagado de miseria en un futuro virtuoso para nuestro país.

Sólo así, el compromiso transparente y duradero dará la pauta para cambiar la precepción y los altos índices de corrupción e impunidad hasta ahora imperantes.





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